Este
conocido título de la literatura rusa, devenido en mundial por su amplia
difusión, es una crónica de un capítulo de la invasión napoleónica a Rusia
y se desarrolla fundamentalmente analizando los personajes centrales de un
aspecto humano de la época, impactada por ese fenómeno llamado “guerra”.
Ese concepto de “guerra” es definido universalmente
como “un intenso conflicto armado entre estados, gobiernos, sociedades o
grupos paramilitares, tales como mercenarios, insurgentes y milicias. Es
caracterizado generalmente por la extrema violencia, la agresión, la
destrucción, y la mortandad, usando fuerzas militares, regulares o irregulares”.
Las
guerras son batallas físicas, encaminadas
a aniquilar
a un enemigo real y existente. Desde los albores de la humanidad, ya
fuera
entre tribus, entre aldeas, entre ciudades, entre países o entre imperios,
durante siglos, se trataba de enfrentamientos físicos encaminados al
aniquilamiento de la mayor cantidad de individuos, y quien impidiese
que aniquilaran a los suyos y al mismo tiempo aniquilara a la mayor cantidad de
sus enemigos, era el triunfador.
La
civilización ha ido tratando de “humanizar” ese aniquilamiento masivo de
seres humanos, para lo cual ha “impuesto” reglas que evitasen las extremas crueldades, para
lo cual se introdujo el concepto de “crímenes de guerra” lo que supone
restringiría la crueldad extrema, los aniquilamientos masivos, el abuso con los
prisioneros. A pesar de todo ello, el siglo XX vio dos guerras mundiales, con
millones de muertes, aniquilamientos masivos, destrucción de ciudades y países,
campos de concentración y todo tipo de excesos de uso de la fuerza bruta y
letal, hasta que finalmente, en su búsqueda incesante de la supremacía, se crearon las armas
de aniquilación masiva. El Japón vio en Hiroshima y en Nagasaki los dos
primeros (y hasta ahora únicos) usos de esa fuerza brutal de aniquilación de la
vida, de la existencia de todo tipo, que se haya utilizado.
Esas
armas continúan creándose y almacenándose:
biológicas, químicas, electrónicas. La ciencia humana no conoce límites
en la utilización del conocimiento para crear cosas buenas y cosas terribles,
como las armas destructivas de todo tipo. Es precisamente así que las partes en
conflicto se percataron que no tenían forma de utilizar esa destrucción sin la
posibilidad real de recibir una respuesta similar, lo cual condujo a un
enfrentamiento de nuevo tipo: la “guerra fría”, que es el ejercicio
de un nuevo concepto de “guerra” sin enfrentamientos físicos, sino de uso de la propaganda (mucha, abundante, abierta
y disfrazada), rara vez con alguna escaramuza, pero siempre muy limitadas, relampagueantes y todas las
partes rehuyendo el uso de recursos militares que lleven al enfrentamiento
final.
Se
trata de emplear mucho y abundante espionaje, y por todo medio posible;
en fin, una especie de preparación para una guerra definitiva que
ninguna de las dos partes quiere, porque están conscientes que NINGUNA
de las dos sobreviviría, o cuando
menos, apenas quedarían en pie, debido
a una realidad espeluznante: ambas partes tienen armas de exterminio masivo
imposibles de detener por la parte contraria y por mucho que intentase alguna
de ellas aplicar “quien da primero da dos veces” con una sola respuesta las
consecuencias son más que suficientes para erradicar
la locura de empezar esa guerra.
Ese nuevo
tipo de guerra, sin batallas físicas y muy pocas bajas, se apoderó de las mentes de muchos, por
varias generaciones, hasta hacer olvidar que guerra significa exactamente enfrentamientos
con la mayor violencia posible, para causarle a la parte contraria, la mayor
cantidad de bajas. La victoria es de quien protege mejor a sus
elementos y causa el mayor y más aplastante número de bajas y destrucciones del
campo enemigo.
Esa
novedosa manera de “guerrear” introdujo también
novedosas maneras de actuar. En primer lugar, algunas veces, guerra solamente
de palabras. Y surgió una nueva “arma” muy civilizada y
contemporánea, la introducción novedosísima del “enfrentamiento pacífico”. Surgieron nuevas armas de guerrear pacíficamente, la lucha por obtener “reconocimientos” de esa
lucha por parte de terceros, ajenos y
supuestamente neutrales y “prestigiosos” para una de las partes y
“declaraciones de condena” para la otra de las partes.
Obviamente
la contemporánea multiplicidad y abundancia de medios de difusión, redes
sociales de comunicación y abundantes “organizaciones prestigiosas” en la vida
social, ha creado un campo de batalla nuevo, entre las partes en conflicto, que
generalmente se definen entre quienes detentan el poder, legítimo o no, y quienes aspiran a
derrocarlos. La vida también los ha ido agrupando en dos bandos opuestos: los
violentos y los pacíficos.
Cuando
los violentos detentan el poder, aplican toda la violencia sobre los otros: cárceles, detenciones arbitrarias,
golpizas, intimidación individual, de grupo y de estado, incluso el destierro,
contra los otros, y los han ido arrinconando bajo su propio pacifismo,
civilismo, la rendición ante la violencia, y otras muchas y sofisticadas
maneras de abstenerse de usar la violencia…ni siquiera de palabra.
Los que
se
aferran al poder lo mantienen a toda costa, a todo costo y a toda violencia.
Lo pacíficos solo pueden aspirar a lograr
una cierta unanimidad entre la mayoría aterrorizada
y a lograr una supremacía de la razón sobre la fuerza, son arrinconados al martirio, a ser
golpeados y asesinados, a purgar largas condenas en cárceles diseñadas para
humillarlos, a ser desterrados, mientas los violentos ejercitan un poder cada
vez más omnímodo, descarado, insultante y complicado de perder. Cada época tiene sus
actores, sus métodos y sus recetas: ¿Alguien puede imaginar a los prisioneros de un campo de
concentración nazi luchando “pacíficamente” contra sus verdugos? Los verdugos
violentos sin reglas, no tenían
compasión, ni miramiento alguno para asesinar a sus víctimas, individual o
colectivamente.
Cuando
los que ejercen el poder son democráticos, entonces los
violentos son los que libran la guerra sucia. Queman todo, destruyen todo, se
apoderan de las calles, hasta que la intimidación termina por hacerse tan
fuerte que logran arrebatar el poder a los otros. Y logran hasta “ganar”
elecciones democráticas debido al clima
asfixiante que crean. Así fue en Chile, así fue en Nicaragua, así fue
en Venezuela, así fue en Colombia, así está siendo en
Ecuador, en Honduras… en fin… la violencia es exclusivamente para beneficio de los
violentos y la ejercen sin control alguno. El estado es el instrumento de
violencia de la sociedad, pero está limitada en su ejercicio por la
Constitución , las Leyes y los Derechos. Los violentos no tienen marco legal ni
limitación alguna.
El castrismo conoce y
actúa muy bien en esa realidad. Su arma de triunfo contra Batista fue la
intimidación en las ciudades, la ejecución pública de oficiales del gobierno,
los atentados y las bombas, esas fueron las armas que le llevaron a la victoria
porque hicieron irrespirable la vida social, de la misma manera que sus
discípulos la continúan haciendo en todo el continente hasta tener bajo su
control varias naciones. Como banda delincuencial en el poder tampoco tienen
limitación alguna. Las cárceles, la represión, el asesinato impune son sus
armas, ejercidas sin límite o control alguno.
Entendiendo nuestra
propia historia, el aprender a hacer la guerra le tomó tiempo a los mambises.
Siglos de coloniaje se sucedieron desde las primeras aspiraciones hasta 1898.
Decisivos fueron los años finales: 1895-1898, en los cuales la intimidación, la
violencia y el ejercicio de ella sobre el enemigo, dejaron de ser únicamente
coloniales. El símbolo de esa violencia justa no fue un fusil, sino un machete, herramienta
agrícola tornada en arma mortal por los patriotas. Y con la cual ganaron la
guerra.
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