La Humanidad ha transitado por múltiples
etapas, tipos de naciones y de estados, de sociedades y de regímenes sociopolíticos.
La regla de oro que se puede obtener de ese repaso es que jamás ha transitado en reversa,
es decir que cada etapa cumplida es seguida por una etapa mejor, superior, más favorable al
desarrollo humano, más profundamente libre y en función de la realización plena del hombre, producto
de la propia inteligencia humana, del aprovechamiento de las experiencias
transcurridas. Y en las ocasiones en las que se la ha forzado a una transición hacia
atrás, a
peor, ésta ha sido seguida de enormes convulsiones sociales, dónde las ventajas
del progreso eliminado a la fuerza brotan y rebrotan, pese a la imposición de
los que la imponen, ya que la transición contra natura es siempre impuesta. El
progreso no puede ser erradicado de la mente humana y siempre se manifiesta
pese al intento forzado a ser reprimido, no importa cuán draconiano sean el
esfuerzo tiránico y la imposición. Solo hay que ver lo que sucedió en Cuba el 11
de Julio pasado.
El continente europeo ha sido la
región del mundo dónde se pueden apreciar con mayor claridad todos esos
procesos evolutivos, incluyendo los de imposición a un cambio para peor, y las
consiguientes consecuencias catastróficas que le han acompañado. A pesar que la
mayoría de los países europeos provienen de monarquías y regímenes de poder
personal de similar naturaleza, hace siglos que la evolución se impuso a favor
de la democracia en lo socio-político, de la propiedad privada en lo
socio-económico, de las formas capitalistas de generar riqueza y bienestar y de
la libertad imprescindible para que todo eso funcione: libertad individual,
libertad empresarial, libertad comercial y los llamados derechos humanos que la
consagran: la libertad de pensamiento, de opinión y de palabra, de asociación
de toda naturaleza: social, empresarial, política, religiosa y cualquier otra
que no esté prohibida expresamente en la Ley.
Este conjunto de principios,
regulaciones, leyes, costumbres y tradiciones fueron conquistadas por las
naciones europeas hace siglos y se fueron imponiendo por luchas de todo tipo,
muchas veces violentas y otras veces pacíficas, y desde allí se irradiaron a
otros continentes y regiones. Contradictoriamente esas mismas naciones europeas
que disfrutaban de esas condiciones para sí, las restringían para otros a
quienes habían colonizado. Esto de “haz lo que yo digo, pero no lo que yo hago”
no es un fenómeno nuevo...y lo mejor de toda esa lucha por la libertad es que
esas antiguas colonias, luego de independizarse y adoptar esos principios de
libertad, se tornaron en países más prósperos y libres que sus antiguos
colonizadores...reafirmando la bondad a toda prueba de esos principios cuando
se aplican en serio.
Nuestra República es un caso
que resplandece en la historia. A partir de su lucha por la independencia del
poder colonial británico, se produjo un conjugación excepcional de hombres, condiciones geográficas y
socio-económicas que generaron un enorme progreso en el pensamiento y la acción humanas para
crear esa “ciudad resplandeciente en la cima de la montaña” hacia la que
miran, esperanzados todos los seres del planeta, como símbolo de lo
mejor alcanzado por la especie humana en la conjugación de progreso,
condiciones socio-políticas y económicas para el logro de la felicidad, aspiración explícitamente
escrita en esos documentos fundacionales de nuestra República que
conocemos como nuestra Constitución y nuestra Declaración de
Independencia.
Otras muchas naciones de nuestro
hemisferio y de otras partes del planeta, también alcanzaron su
independencia y bajo similares aspiraciones, escribieron documentos
fundacionales de objetivos y condiciones análogos, pero enmarcados en
condiciones histórico-sociales y económicas diferentes que no han generado la estabilidad
y el progreso de todo tipo que sí ha logrado nuestra República. Una de
las características de esos procesos ha sido la inestabilidad de ese documento rector de
la vida nacional que denominamos la Constitución.
No es casualidad que los que sueñan con
apoderarse de la “cosa púbica”, del poder estatal y gubernamental, para destruir la estabilidad alcanzada y crear
un “nuevo orden” dónde el poder cambie de manos, de la democracia republicana a sociedades
autoritarias para el beneficio de una clase dominante que pugna por sus
derechos de poder único sobre el resto de la población, tenga un objetivo similar: cambiar la Constitución, destruir las
bases de la República y la participación democrática de todos, por un poder pomposamente denominado “justo”,
que esconde y disfraza un replanteamiento descarado de la autoridad y el poder,
cambiándolo de manos de la mayoría representativa a una “clase elegida” por la
razón que en
cada caso les convenga.
Ese truco político lo utilizó con éxito arrollador
uno de los personajes más dañinos al progreso y la felicidad en nuestro continente: Hugo Chávez Frías, que sobre la
Constitución que juró hipócritamente “defender” al salir electo, la denominó “moribunda” y
declaró sin
tapujos que la cambiaría, por supuesto con el cuento de la “justicia social”, con el resultado que todos pueden ver: convertir un
país rico
en un país paupérrimo, donde los que “sufrían la injusticia social” vivían en un
desarrollo y crecimiento sostenido, ahora comen de los basureros y escapan de
ese paraíso de justicia social, en poder absoluto de una claque de bandidos,
asaltantes de la tesorería nacional, que ahora tienen sus cuentas de banco abultadas
a más no
poder mientras la población es pisoteada por los que ejercen la “justicia
social”. Lamentablemente le han sucedido
otros con la misma táctica, que indefectiblemente transitan o transitarán por
el mismo doloroso camino.
Esa “justicia social” que
convirtió a la Argentina, de país de clase media, en un país de mayoría absoluta de
pobres, mientras los que manejan la “justicia social” son ahora los ricos, pero
generando pobreza masiva. Esa “receta” de la “justicia social” tiene diferente
nombres, apodos, consignas políticas y alternativas, que van desde la justicia “racial”,
la de “género”, la “sexual”, y todas las que la mente humana pueda imaginar.
Solo intentan una cosa: socavar la sociedad democrática para sustituirla por la
“nueva clase” clarividente, poseedora de la verdad universal, excluyente de
cualquier crítica o análisis, siempre con una misma característica: apoderarse
de las palancas del poder para ejercerlo a favor suyo, excluyendo al resto.
Todas esas formas y maneras de búsqueda frenética del
poder abusivo y excluyente de otras clases sociales son evoluciones de atraso
de los conseguido hasta la fecha por la especie humana: la felicidad creciente
mediante el equilibrio de poder que proporciona la democracia, impulsora de la
libertad económica, del mercado, de la participación incluyente. Las lecciones
de la historia no pueden ser más claras: el surgimiento del socialismo que le
ha costado a la humanidad 200 millones de víctimas, y sigue contando en China,
en Cuba, en Venezuela; la justicia social empobrecedora de muchos países,
encabezados por Argentina; el nazismo en Alemania, costó otros millones de víctimas;
la guerra civil en España...no hay una sola variante de ese “progresismo
dirigido” que haya funcionado, sino lo que es peor, los millones de víctimas
que sobrevienen a causa de su imposición. La receta es siempre similar: engañar
a la gente para que lo acepte, con bellas consignas, y a posteriori cuesta casi
una guerra civil erradicarlo.
Por ello: todo el que hable de perfeccionar la sociedad
en función de la justicia social, económica, política, racial, sexual, o
cualquier otra, siempre empieza por la existencia de la “injusticia”, consagrada
en la Constitución, por lo que hay que “perfeccionar” la sociedad cambiando la
Constitución, que justamente es el guardián que protege a la sociedad. Proteger
y salvaguardar la Constitución es la palabra de orden.
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