El
desarrollo social, indisolublemente interconectado con la tecnología, genera formas y contenidos de forma incesante, así como los medios
para lograrlo. Antes que se inventase la imprenta, la palabra y otras escasas
formas de escritura muy individualizadas, mantenían a
niveles muy reducidos la difusión de ideas, la creación de estados de opinión, la posibilidad de
discutir y formar criterios masivos, que con un nivel de escolaridad muy
reducido y una educación muy poco generalizada,
mantenían en niveles casi inexistentes la creación y difusión de ideas y opiniones. Desde la imprenta hasta el internet, la generación de ideas, opiniones sociales, políticas, técnicas, profesionales, científicas, religiosas se ha
visto multiplicada por cantidades antes impensables.
Estas
formas novedosas de emisión, transmisión y difusión de opiniones y criterios han generado una creciente democratización de ese proceso social de creación y difusión de las
ideas y opiniones. Cualquier persona con acceso a un teléfono inteligente, una
tableta o una computadora personal puede acceder a esa posibilidad de expresar
su opinión o creencia para el mundo y ser leído y/o escuchado potencialmente
por enormes volúmenes de personas, en diversas partes del mundo. Como un
lamentable proceso contrario, ha surgido una forma de censura, ejercida por los
mismos que se supone promuevan la libertad de expresión: los creadores de esos
instrumentos en su penúltima generación: los dueños y operadores de las
llamadas redes sociales, como siempre, interesados en sostener un solo tipo de
opinión política, social y económica: la que les beneficia material y
políticamente. Por una parte promueven
el uso universal y libre de esas herramientas, pero imponiendo censurar,
suprimir y castigar a aquellos que opinen en forma distinta a sus intereses de
grupo, partido político y religión.
Los partidos políticos, que nacieron para
difundir, defender y establecer la primacía de la ideología, la economía, el
orden social y las creencias religiosas del grupo que los controla, se han
visto desbordados en su otrora exclusivas herramientas de influencia: la
palabra, la prensa, escrita, radiada y televisada, la publicación de libros,
artículos, columnas escritas en la prensa, programas de radio y televisión y
otros medios de influencia masiva en la opinión pública, que requieren un
financiamiento que solo puede ser logrado por esos grupos de presión llamados
partidos políticos y formas similares de asociación, como instituciones sin
fines de lucro, de estudios sociales, y otras muchas, que existen porque hay
quienes pagan sus enormes gastos de existencia para poder llevar ese interesado
mensaje a la opinión pública.
No ha tardado el surgimiento de un
nuevo actor en la proposición de ideas, opiniones e intereses: el denominado influencer,
youtuber, bloguero, dependiendo de cómo se identifica a sí mismo. Una
nueva especie de actor público, una especie de mutación del político clásico en
cuanto a que es un promotor de actitudes, un nuevo informador crítico de la
actualidad, como debían ser los periodistas que no sean simples agentes de
influencia de los propietarios de los medios para quiénes trabajan, un analista
de la época histórica que se vive, un
nuevo tipo de líder que actúa por sus convicciones y que resulta seguido por
cantidades de personas, muchas veces con la admiración, el respeto y la
disciplina de que carecen los supuestos profesionales de la opinión: los políticos
y los periodistas. Políticos sin partido – al menos no siempre confesados- y
periodistas sin periódico. El deterioro de la política y el periodismo
profesionales, muchas veces convertidos en el contrario de lo que debían ser,
es una fuente fundamental de este fenómeno.
El político, supuestamente
representante de un grupo poblacional no deja de ser partidista y antepone los
intereses, la política y los objetivos de su partido político a los de la
población que se supone representar. El periodista trabaja en un medio que le
contrata, paga y sirve y escribe e informa generalmente lo que
interesa a sus empleadores y no a sus lectores, oyentes o televidentes.
La democracia representativa en la que
se supone que vivamos generó al político porque la población no podía físicamente
estar presente en la toma de decisiones públicas y exponer y debatir sus
opiniones por razones prácticas de territorialidad, número y dedicación. Pero
al igual que la tecnología ha hecho surgir esas nuevas formas de política y
periodismo, a la que física e inmediatamente permite participar, es posible que
se esté generando ante nuestros propios ojos nuevas maneras de ejercer la
democracia, a tono con las posibilidades actuales y manera democrática y
verdaderamente participativa de erradicar la corrupción que nace de la propia
existencia de élites partidistas y gubernamentales que en vez de servir a la
población, se sirve de ella para imponer sus intereses y abrogarse el derecho a
dirigir
a las masas en vez de servirlas. Esa es la verdadera diferencia entre
la democracia representativa y las otras formas de gobierno: El gobierno es
para servir al pueblo y no para dirigirlo, que es siempre una forma de tiranía.
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