La Economía se encuentra en un proceso de expansión. El desempleo ha bajado a niveles que requieren que los negocios, las empresas, los empleadores en general, se vean obligados a considerar el recurso fuerza de trabajo como un recurso potencialmente escaso, lo que demanda un enfoque racional.
La eficiencia en el uso de los recursos es lo
que más se espera de un administrador. El administrador es el
máximo representante de la autoridad al nivel de que se trate y dependiendo de ese nivel en que nos encontremos y de la esfera de que se trate se ocupa del conjunto de actividades y funciones para lograr la máxima eficiencia de la
organización bajo su mando.
Si estamos en la Iglesia Católica es el Papa. Si estamos en las Fuerzas
Armadas es el Comandante Supremo. Si analizamos una ciudad, es su Alcalde, si
un Estado su Gobernador, y si estamos en una empresa es el CEO. Esta figura no
se puede esconder detrás de otro (como frecuentemente podríamos encontrar en la
burocracia) y en todos los casos esa máxima figura es nombrada (o al menos
debía serlo) con la intención que obtenga la máxima eficiencia. De eso se trata
la Economía y de eso se trata la Administración: de obtener la máxima eficiencia,
que significa los mejores resultados posibles con el menor nivel de gastos
posibles.
En toda actividad de producción o servicios, ya sean sociales,
privados o una combinación de ellos, se trata de sacar la máxima partida de los
activos fijos y corrientes, de incurrir en la menor cantidad de gastos y de lograr la
mejor asociación provechosa del capital y los recursos humanos.
Estamos muy familiarizados (porque casi todo el mundo habla de ese tema) con
las potencialidades de la inventiva, de la creatividad y de la incertidumbre
operacional que resultará de una creciente automatización de si no todas, la
mayoría de las actividades. Toda publicación que se respeta trata de los
mercados globales, del comercio internacional, del aprovechamiento que se produce con nuevas formas de
transporte de cargas y en todos los casos los sistemas informáticos que los
manejan, les maximizan su eficacia y de la preparación del personal especializado que hará
concretamente que se produzca el milagro del resultado perfeccionado en cada
una de las nuevas condiciones.
La fuerza laboral del país, a lo largo de su geografía es la encargada
de hacer el trabajo. De operar las maquinarias y equipos, los sistemas de
transporte, los almacenes, las oficinas, los sistemas informáticos…y cuando se
produce una falla las consecuencias son imprevisibles. Se trata de las grandes
fallas que paralizan la economía o una parte de ella. Pero y quién contabiliza
las pequeñas, a veces imperceptibles fallas en la coordinación humana, en la
iniciativa, en la falta de experiencia o entrenamiento, en la coordinación
funcional, que se producen a cada momento por ese detalle que planteamos en el
tercer párrafo: “lograr la mejor asociación provechosa del capital y los recursos
humanos”.
Y es importante destacar que los sistemas informáticos, las maquinarias,
los barcos, los almacenes … no tienen sentimientos y operan a plena capacidad,
pero no así los que los operan, cuyos sentimientos positivos o negativos, de
aceptación o rechazo, de simpatía o antipatía son casi siempre invisibles pero
tienen una poderosa influencia en esa “mejor asociación”.
Durante una buena parte del siglo
XX la Administración de la época reconoció con mucha profundidad el problema y
todos recordamos como las empresas, las organizaciones y las instituciones de
todo tipo priorizaron la dedicación a cultivar esa “lealtad”: “simpatía
sistemática” “defensa de los intereses comunes” u
otro de los muchos títulos que ello recibió, pero que se trataba de hacer
pensar al trabajador en la conveniencia mutua de que su actitud, disposición y
entrega al trabajo fueran no solo impecables, sino parte de la cultura, tanto del
trabajador como de la institución.
El conocido fenómeno del trabajador para toda la vida, que comenzaba a
trabajar como aprendiz hasta llegar a la mejor posición posible al jubilarse,
era un interés muy marcado empresarial y se creaba y cultivaba la familia empresarial con
todo tipo de políticas de acercamiento, preferencias familiares, agasajos,
reconocimientos, y cuanto detalle hiciese mejorar ese nexo, considerado
entonces indispensable para ambas partes de la ecuación laboral.
La era que podríamos llamar “post industrial” de la segunda mitad hacia
adelante del siglo XX vio languidecer esas políticas (al menos masivamente) y
el proceso de despersonalización atacó de manera generalizada. No solo con los trabajadores sino incluso con los ejecutivos de todo nivel. Los
atletas profesionales son una de las mayores manifestaciones de ese fenómeno.
Sus carreras no están ahora necesariamente enlazadas al equipo que le descubrió su
talento y le dio la oportunidad, sino a sí mismos. Los magnates comenzaron a dejar de ser
los dueños de los equipos y son ahora los atletas, que en no pocas ocasiones se
convierten en dueños.
No hay dudas que la influencia tecnológica y otros elementos similares
dan una tónica diferente a las actuales relaciones, pero al hacer los cálculos de lo que cuesta diariamente esa falta de lealtad, de entusiasmo y de
asociación, se pone de manifiesto que es necesario buscar una nueva incentivación de ese fenómeno, el cual puede ser más subjetivo y moral que material.
Ha llegado la hora de estrechar el aprecio mutuo y la lealtad entre la entidad y el trabajador. Y no solo por un discurso o una mención,
sino debe contener algo más duradero y estimulante.
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